- ¡Me caso, me caso!- gritó mi vecina escaleras abajo, a la vez que llamaba a todos los timbres que tenía a mano.
Los vecinos la insultaban e incluso vi como alguien le tiraba una maceta, directa a la cabeza, que ella esquivó con maestría. Mi vecina esta era tonta desde pequeñita, pero muy guapa. Nunca tuvo un duro y no faltaron los novios (mucho menos el sexo salvaje al que nos tenía acostumbrados, sobre todo aquella vez en la que la cama se partió, como si yo hubiese estado saltando en ella, pero ella y su pareja siguieron dale que te pego sobre el colchón). Su padre era uno de esos albañiles de tópica estampa y su madre una educada ama de casa a la que le daba por amaestrar tortugas cuando le llegaba la menstruación.
Mi vecina se llamaba Yolanda y no era mucho mayor que yo. Por esa época rondaría los veintiuno y siempre dijo, desde que conoció a su primer y único amor, que era el hombre más dócil y sérvil que jamás pudiese conocer. Fue por ello, y por el dineral que su padre tenía, por lo que se casó con él.
Su padre, el del novio, era un empresario de la fresa, de esos invernaderos donde trabajaba mi amiga la Princesa. ¡Ay, si el novio era dócil es porque la Princesa lo mataba a casquetes (no polares) bajo el plástico de los invernaderos. Sí, Yolanda no sabía que su novio era infiel antes de que se diesen el primer beso, porque mi Princesa es mucha Princesa y con solo chasquear los huesos de sus caderas, anchas, de mujer fértil, tiene a mil hombres esperándola, ya sea en la piscina de Lepanto ( y V al que se la levanto) o en cualquier bar de nombre anglosajón.
Yolanda nunca sabrá que su marido le fue infiel, y nunca sabrá quién es la Princesa a la que tanto debería odiar. Pero Yolanda es un poco lela (tonta del culo) y traga lo que haga falta (¡ey, como la Princesa!).
Un saludo al rey de Polonia, o de Cracovia... que vaya hija tiene usted.
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